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18 de octubre de 2013

Carta a cualquier misionero


Querido amigo/a:
No me importa cómo te llamas, ni de dónde eres; si eres sacerdote, religioso o seglar; tampoco si eres joven o anciano, hombre o mujer… Lo único que me llama la atención, te lo digo de corazón, es el coraje que has tenido para salir de tu tierra, desligarte de todo tu entorno –como el arriesgado Abrahán- y afincarte en una tierra desconocida, normalmente pobre, para intentar, como dice el papa Francisco, que “todo el mundo experimente la alegría de creer”.
Para ti la fe no ha sido simplemente creer en Alguien maravilloso y cumplir unas normas, que vienen muy bien para tranquilizar la conciencia; para ti la fe ha sido, sobre todo, seguir a Jesucristo y renunciar a un gratificante presente, paraíso de experiencias que la sociedad del bienestar ofrece; para ti la caridad es mucho más que acercarse de vez en cuando a la casa del pobre y pasar un rato compartiendo la crueldad del momento…; tú has elegido vivir entre ellos, como ellos, y lo que es más hermoso: arriesgar, a veces, la vida por ellos. Y es que “La fe más caridad es igual a misión”.
De vez en cuando, a través de las revistas y medios audiovisuales, te contemplo celebrando la eucaristía bajo  un árbol o en una humilde choza, rodeado de un puñado de gente que participa con devoción y entusiasmo, ¡cómo cantan y cómo danzan! Me impresiona verte rodeado de niños y adultos, muchos descalzos, quienes, a pesar de su pobreza, te miran con rostros complacientes. Muchas veces te oí decir: “no cambio mi situación por todo el oro del mundo”.
Imagino que no todo son vivencias gratificantes.

Yo sé que tú, como el buen Jesús, tienes llagas que sangran en lo más íntimo de tu corazón; sobre todo al sentirte impotente para solucionar tanto dolor ajeno, como el día en el que descubriste que una serpiente había engullido a dos niños mellizos en el poblado. O aquel otro, en el que después de sufrir una transfusión de sangre, te inocularon con ella –por falta de los controles debidos- una terrible enfermedad, que llevarás sobre tus hombros, como una pesada cruz, durante toda la vida.

En esta jornada del DOMUND el rostro de miles de misioneros, como tú, afloran en mi memoria. El silencio al que, a veces, os sometemos durante el resto del año, nos priva del elocuente testimonio de vuestras vidas, que tienen la capacidad de interpelar a tantos que buscan modelos creíbles. Los que tenemos el regalo de la fe contemplamos con gozo, admiración y gratitud, la belleza evangélica de nuestra querida Iglesia misionera. Necesitamos conocer y recordar vuestra historia personal, ese trabajo silencioso, confiado y  lleno de amor, que realizáis allí donde la gente no sabe tan  siquiera qué es eso de los poderes financieros y los traumas que se producen en nuestra sociedad del bienestar.
Hoy, especialmente, levantamos nuestros ojos al cielo para pedir al primer Misionero, Jesús, que derrame sobre vosotros y vuestras comunidades un diluvio de gracia. Que suscite abundantes vocaciones misioneras, porque si el mandato misionero se olvida, ¿para qué sirve la Iglesia?
También apostamos por construir, desde las calles, plazas y templos de nuestros pueblos y ciudades, un generoso puente de solidaridad, que sea instrumento eficaz para llevar vida y alegría a tantos hijos de Dios, que no han tenido aún la suerte de conocer los tesoros del evangelio.
Pedro Jesús Mohedano
Director Diocesano de OMP