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16 de diciembre de 2013

Del dolor de Bosnia a la paz de Arusha, Tanzania: el testimonio de un misionero de Mostar


Bernard Marijanović llegó a la misión de Kisongo, Tanzania en septiembre de 2012. Nació en Stolac a uno kilómetros de Mostar, en 1972, y tras estudiar en la Universidad Católica de Sarajevo en los terribles años de la Guerra de los Balcanes, se ordenó sacerdote en el mismo Mostar en 1998. Este mismo lunes escribía una reflexión en torno a la labor misionera de la Iglesia, de cara a la celebración del Domund:
“Estoy sentado en la última fila de una pequeña capilla, en la parroquia catedral de Burke, diócesis de Arusha, Tanzania. Varias religiosas y sacerdotes rezan juntos las oraciones de la noche y leen el breviario en lengua swahili. Sólo comprendo unas pocas palabras.
La diócesis celebra 50 años de existencia. Antes, por supuesto, no eran cristianos. Los misioneros han misionado mucho en esta zona de Tanzania.
Después de la Liturgia de las Horas, sigue el rosario. ‘Padre nuestro’, lo he aprendido, pero para el ‘Ave María’ no puedo dejar el libro de oraciones. ‘Gloria’, es la única palabra que conozco.
Abro el Nuevo Testamento. Miro el Evangelio de este lunes 14 de octubre. Lucas 11, 29-32. Los judíos ponen por enésima vez a prueba a Jesús, y él les recuerda al profeta Jonás y la señal para los ninivitas. No se les dará otra señal, sino la señal del Hijo del hombre, él mismo y su misterio pascual. ¿Lo reconocerás? ¿Será suficiente...?
Soy el único hombre blanco en la capilla, y mientras escucho el canto y el rezo de mis hermanos y hermanas negros, me pasa por la cabeza pensar en tantos misioneros, en su mayoría blancos de Europa y América, y en todos los que todavía están en tantas partes del mundo, que en su momento sembraron la simiente cristiana en esta parte de África. Trato de entender cuál fue el signo que mostraron a aquellas personas cuyos descendientes hoy, de rodillas, rezan en esta capilla de Arusha.
Al escuchar su oración, se nota que está presente la preocupación de Jesús por su Iglesia, aquí en Tanzania y en todos los rincones del mundo. Con todo el respeto que se merecen los misioneros que dieron sus vidas para llevar el cristianismo a África, hay que reconocer, viendo el fervor tangible de la proclamación de la fe, que es el mismo Cristo el que trabaja personalmente como una señal para todas las generaciones en todas partes del mundo.
Paso de la capilla al patio y salgo por la puerta principal a la calle que ya está a oscuras, iluminada sólo por algunas luces. Muy cerca se encuentra una anciana cocinando y vendiendo maíz. Compro la cena para mí y para otros que están en la puerta. Esta anciana cristiana me sonríe, mientras me entrega el maíz, dirigiéndose a mí con un ‘Baba’, padre”.