Bernard Marijanović llegó a la misión de Kisongo,
Tanzania en septiembre de 2012. Nació en Stolac a uno kilómetros de Mostar, en
1972, y tras estudiar en la Universidad Católica de Sarajevo en los terribles
años de la Guerra de los Balcanes, se ordenó sacerdote en el mismo Mostar en
1998. Este mismo lunes escribía una reflexión en torno a la labor misionera de
la Iglesia, de cara a la celebración del Domund:
“Estoy sentado en la última fila de una pequeña capilla,
en la parroquia catedral de Burke, diócesis de Arusha, Tanzania. Varias
religiosas y sacerdotes rezan juntos las oraciones de la noche y leen el
breviario en lengua swahili. Sólo comprendo unas pocas palabras.
La diócesis celebra 50 años de existencia. Antes, por
supuesto, no eran cristianos. Los misioneros han misionado mucho en esta zona
de Tanzania.
Después de la Liturgia de las Horas, sigue el rosario.
‘Padre nuestro’, lo he aprendido, pero para el ‘Ave María’ no puedo dejar el
libro de oraciones. ‘Gloria’, es la única palabra que conozco.
Abro el Nuevo Testamento. Miro el Evangelio de este lunes
14 de octubre. Lucas 11, 29-32. Los judíos ponen por enésima vez a prueba a
Jesús, y él les recuerda al profeta Jonás y la señal para los ninivitas. No se
les dará otra señal, sino la señal del Hijo del hombre, él mismo y su misterio
pascual. ¿Lo reconocerás? ¿Será suficiente...?
Soy el único hombre blanco en la capilla, y mientras
escucho el canto y el rezo de mis hermanos y hermanas negros, me pasa por la
cabeza pensar en tantos misioneros, en su mayoría blancos de Europa y América,
y en todos los que todavía están en tantas partes del mundo, que en su momento
sembraron la simiente cristiana en esta parte de África. Trato de entender cuál
fue el signo que mostraron a aquellas personas cuyos descendientes hoy, de
rodillas, rezan en esta capilla de Arusha.
Al escuchar su oración, se nota que está presente la
preocupación de Jesús por su Iglesia, aquí en Tanzania y en todos los rincones
del mundo. Con todo el respeto que se merecen los misioneros que dieron sus
vidas para llevar el cristianismo a África, hay que reconocer, viendo el fervor
tangible de la proclamación de la fe, que es el mismo Cristo el que trabaja
personalmente como una señal para todas las generaciones en todas partes del
mundo.
Paso de la capilla al patio y salgo por la puerta principal
a la calle que ya está a oscuras, iluminada sólo por algunas luces. Muy cerca
se encuentra una anciana cocinando y vendiendo maíz. Compro la cena para mí y
para otros que están en la puerta. Esta anciana cristiana me sonríe, mientras
me entrega el maíz, dirigiéndose a mí con un ‘Baba’, padre”.