MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO PARA
LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2018
"Junto a los jóvenes, llevemos el
Evangelio a todos"
Queridos jóvenes, deseo reflexionar con vosotros sobre la misión
que Jesús nos ha confiado. Dirigiéndome a vosotros lo hago también a todos los
cristianos que viven en la Iglesia la aventura de su existencia como hijos de
Dios. Lo que me impulsa a hablar a todos, dialogando con vosotros, es la
certeza de que la fe cristiana permanece siempre joven cuando se abre a la
misión que Cristo nos confía. «La misión refuerza la fe», escribía san Juan
Pablo II (Carta enc. Redemptoris missio, 2), un Papa que tanto amaba
a los jóvenes y que se dedicó mucho a ellos.
El Sínodo que celebraremos en Roma el próximo mes de octubre, mes
misionero, nos ofrece la oportunidad de comprender mejor, a la luz de la fe, lo
que el Señor Jesús os quiere decir a los jóvenes y, a través de vosotros, a las
comunidades cristianas.
La
vida es una misión
Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la
razón por la que se encuentra viviendo en la tierra. Ser atraídos y
ser enviados son los dos movimientos que nuestro corazón,
sobre todo cuando es joven en edad, siente como fuerzas interiores del amor que
prometen un futuro e impulsan hacia adelante nuestra existencia. Nadie mejor
que los jóvenes percibe cómo la vida sorprende y atrae. Vivir con alegría la
propia responsabilidad ante el mundo es un gran desafío. Conozco bien las luces
y sombras del ser joven, y, si pienso en mi juventud y en mi familia, recuerdo
lo intensa que era la esperanza en un futuro mejor. El hecho de que estemos en
este mundo sin una previa decisión nuestra, nos hace intuir que hay una
iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros
está llamado a reflexionar sobre esta realidad: «Yo soy una misión en
esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 273).
Os
anunciamos a Jesucristo
La Iglesia, anunciando lo que ha recibido gratuitamente (cf. Mt 10,8; Hch 3,6),
comparte con vosotros, jóvenes, el camino y la verdad que conducen al sentido
de la existencia en esta tierra. Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros,
se ofrece a nuestra libertad y la mueve a buscar, descubrir y anunciar este
sentido pleno y verdadero. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de Cristo y de su
Iglesia. En ellos se encuentra el tesoro que llena de alegría la vida. Os lo
digo por experiencia: gracias a la fe he encontrado el fundamento de mis
anhelos y la fuerza para realizarlos. He visto mucho sufrimiento, mucha
pobreza, desfigurar el rostro de tantos hermanos y hermanas. Sin embargo, para
quien está con Jesús, el mal es un estímulo para amar cada vez más. Por amor al
Evangelio, muchos hombres y mujeres, y muchos jóvenes, se han entregado
generosamente a sí mismos, a veces hasta el martirio, al servicio de los
hermanos. De la cruz de Jesús aprendemos la lógica divina del ofrecimiento de
nosotros mismos (cf. 1 Co 1,17-25), como anuncio del Evangelio
para la vida del mundo (cf. Jn 3,16). Estar inflamados por el
amor de Cristo consume a quien arde y hace crecer, ilumina y vivifica a quien
se ama (cf. 2 Co 5,14). Siguiendo el ejemplo de los santos,
que nos descubren los amplios horizontes de Dios, os invito a preguntaros en
todo momento: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?».
Transmitir la fe
hasta los confines de la tierra
También vosotros, jóvenes, por el Bautismo sois miembros vivos de
la Iglesia, y juntos tenemos la misión de llevar a todos el Evangelio. Vosotros
estáis abriéndoos a la vida. Crecer en la gracia de la fe, que se nos transmite
en los sacramentos de la Iglesia, nos sumerge en una corriente de multitud de
generaciones de testigos, donde la sabiduría del que tiene experiencia se
convierte en testimonio y aliento para quien se abre al futuro. Y la novedad de
los jóvenes se convierte, a su vez, en apoyo y esperanza para quien está cerca
de la meta de su camino. En la convivencia entre los hombres de distintas
edades, la misión de la Iglesia construye puentes inter-generacionales, en los
cuales la fe en Dios y el amor al prójimo constituyen factores de unión
profunda.
Esta transmisión de la fe, corazón de la misión de la Iglesia, se
realiza por el “contagio” del amor, en el que la alegría y el entusiasmo
expresan el descubrimiento del sentido y la plenitud de la vida. La propagación
de la fe por atracción exige corazones abiertos, dilatados por el amor. No se
puede poner límites al amor: fuerte como la muerte es el amor (cf. Ct 8,6).
Y esa expansión crea el encuentro, el testimonio, el anuncio; produce la
participación en la caridad con todos los que están alejados de la fe y se
muestran ante ella indiferentes, a veces opuestos y contrarios. Ambientes humanos,
culturales y religiosos todavía ajenos al Evangelio de Jesús y a la presencia
sacramental de la Iglesia representan las extremas periferias, “los confines de
la tierra”, hacia donde sus discípulos misioneros son enviados, desde la Pascua
de Jesús, con la certeza de tener siempre con ellos a su Señor (cf. Mt 28,20; Hch 1,8).
En esto consiste lo que llamamos missio ad gentes. La periferia más
desolada de la humanidad necesitada de Cristo es la indiferencia hacia la fe o
incluso el odio contra la plenitud divina de la vida. Cualquier pobreza
material y espiritual, cualquier discriminación de hermanos y hermanas es
siempre consecuencia del rechazo a Dios y a su amor.
Los confines de la tierra, queridos jóvenes, son para vosotros hoy
muy relativos y siempre fácilmente “navegables”. El mundo digital, las redes
sociales que nos invaden y traspasan, difuminan fronteras, borran límites y
distancias, reducen las diferencias. Parece todo al alcance de la mano, todo
tan cercano e inmediato. Sin embargo, sin el don comprometido de nuestras
vidas, podremos tener miles de contactos pero no estaremos nunca inmersos en
una verdadera comunión de vida. La misión hasta los confines de la tierra exige
el don de sí en la vocación que nos ha dado quien nos ha puesto en esta tierra
(cf. Lc9,23-25). Me atrevería a decir que, para un joven que quiere
seguir a Cristo, lo esencial es la búsqueda y la adhesión a la propia vocación.
Testimoniar el
amor
Agradezco a todas las realidades eclesiales que os permiten
encontrar personalmente a Cristo vivo en su Iglesia: las parroquias,
asociaciones, movimientos, las comunidades religiosas, las distintas
expresiones de servicio misionero. Muchos jóvenes encuentran en el voluntariado
misionero una forma para servir a los “más pequeños” (cf. Mt 25,40),
promoviendo la dignidad humana y testimoniando la alegría de amar y de ser
cristianos. Estas experiencias eclesiales hacen que la formación de cada uno no
sea solo una preparación para el propio éxito profesional, sino el desarrollo y
el cuidado de un don del Señor para servir mejor a los demás. Estas formas
loables de servicio misionero temporal son un comienzo fecundo y, en el
discernimiento vocacional, pueden ayudaros a decidir el don total de vosotros
mismos como misioneros.
Las Obras Misionales Pontificias nacieron de corazones jóvenes,
con la finalidad de animar el anuncio del Evangelio a todas las gentes,
contribuyendo al crecimiento cultural y humano de tanta gente sedienta de
Verdad. La oración y la ayuda material, que generosamente son dadas y
distribuidas por las OMP, sirven a la Santa Sede para procurar que quienes las
reciben para su propia necesidad puedan, a su vez, ser capaces de dar
testimonio en su entorno. Nadie es tan pobre que no pueda dar lo que tiene, y
antes incluso lo que es. Me gusta repetir la exhortación que dirigí a los
jóvenes chilenos: «Nunca pienses que no tienes nada que aportar o que no le
haces falta a nadie: Le haces falta a mucha gente y esto piénsalo. Cada uno de
vosotros piénselo en su corazón: Yo le hago falta a mucha gente» (Encuentro
con los jóvenes, Santuario de Maipú, 17 de enero de 2018).
Queridos jóvenes: el próximo octubre misionero, en el que se
desarrollará el Sínodo que está dedicado a vosotros, será una nueva oportunidad
para hacernos discípulos misioneros, cada vez más apasionados por Jesús y su
misión, hasta los confines de la tierra. A María, Reina de los Apóstoles, a los
santos Francisco Javier y Teresa del Niño Jesús, al beato Pablo Manna, les pido
que intercedan por todos nosotros y nos acompañen siempre.
Vaticano, 20 de mayo de 2018, Solemnidad de Pentecostés.