El Santo Padre recibió el pasado 17 de mayo a los
Directores Nacionales de las Obras Misionales Pontificias, reunidos en Roma con
motivo de la Asamblea General de las OMP, a los que agradeció su labor por
hacer que siempre esté viva la actividad de evangelización, paradigma de toda
obra de la Iglesia.
“Queridos hermanos y hermanas, me alegra
encontrarme por primera vez con vosotros, Directores Nacionales de las Obras
Misionales Pontificias, provenientes de todo el mundo. Saludo cordialmente al
cardenal Fernando Filoni, le agradezco el servicio que desarrolla como Prefecto
de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, como también las
palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. El cardenal Filoni tiene en
estos tiempos un trabajo más: es profesor. Viene a mí para “enseñarme la Iglesia”.
Sí, viene y me dice: esta diócesis es así, así y así… yo conozco la Iglesia
gracias a sus clases. Son clases que no cobra, lo hace gratuitamente. Saludo
también al Secretario, Mons. Savio Hon Tai-Fai, al Secretario Adjunto, Mons.
Protase Rugambwa, y a todos los colaboradores del Dicasterio y de las Obras
Misionales Pontificias, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas.
Querría deciros que siento un especial cariño por
vosotros que ayudáis a que siempre esté viva la actividad de evangelización,
paradigma de toda obra de la Iglesia. La misionariedad es paradigma de toda
obra de la Iglesia; es un gesto paradigmático. En efecto, el Obispo de Roma
está llamado a ser Pastor no sólo de su Iglesia particular, sino también de
todas las Iglesias, para que el Evangelio sea anunciado hasta los confines de
la tierra. Y en esta tarea, las Obras Misionales Pontificias son un instrumento
privilegiado en las manos del Papa, el cual es principio y signo de la unidad y
de la universalidad de la Iglesia. Se llaman de hecho ‘Pontificias’ porque
están a disposición directa del Obispo de Roma, con el propósito específico de
lograr que se ofrezca a todos el precioso don del Evangelio. Son plenamente
actuales, es más, necesarias hoy, porque hay muchos pueblos que todavía no han
conocido ni encontrado a Cristo, y es urgente buscar nuevas formas y nuevas
vías para que la gracia de Dios pueda tocar el corazón de todo hombre y de toda
mujer y llevarles a Él. Todos nosotros somos simples pero importantes
instrumentos de ella; hemos recibido el don de la fe no para tenerla escondida,
sino para difundirla, para que pueda iluminar el camino de tantos hermanos.
Cierto, es una misión difícil la que nos espera, pero,
con la guía del Espíritu Santo, se vuelve una misión entusiasmante. Todos
experimentamos nuestra pobreza, nuestra debilidad al llevar al mundo el tesoro
precioso del Evangelio, pero debemos repetir continuamente las palabras de San
Pablo: ‘Nosotros… llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que
una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros’ (2 Cor 4,
7). Es esto lo que siempre nos debe dar valentía: saber que la fuerza de la
evangelización viene de Dios, le pertenece a Él. Nosotros estamos llamados a
abrirnos cada vez más a la acción del Espíritu Santo, a ofrecer toda nuestra
disponibilidad para ser instrumentos de la misericordia de Dios, de su ternura,
de su amor por todo hombre y por toda mujer, sobre todo por los pobres, los
excluidos, los lejanos. Y esta no es para todo cristiano, para toda la Iglesia,
una misión facultativa, no es una misión facultativa, sino esencial. Como decía
San Pablo: ‘El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo, sino un
deber: ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!’ (1 Cor 9, 16). ¡La salvación de Dios
es para todos!
A vosotros, queridos Directores Nacionales, repito la
invitación que Pablo VI os dirigió, hace casi cincuenta años, de custodiar
celosamente el aliento universal de las Obras Misionales, ‘que tienen el honor,
la responsabilidad, el deber de sostener la misión (de anunciar el Evangelio),
de suministrar las ayudas necesarias’ (Discurso a las Obras Misionales
Pontificias, 14 de mayo de 1965). No os canséis de educar a cada cristiano,
desde la infancia, en un espíritu verdaderamente universal y misionero, y de
sensibilizar a la entera comunidad a sostener y a ayudar a las misiones según
la necesidad de cada una. Haced que las Obras Misionales Pontificias sigan, en
el surco de su tradición secular, animando y formando a las Iglesias, abriéndolas
a una dimensión amplia de la misión evangelizadora. Las Obras Misionales
Pontificias son puestas justamente bajo la solicitud de los Obispos, para que
estén ‘enraizadas en la vida de las Iglesias particulares’ (Estatuto de las
Obras Misionales Pontificias, n. 17), pero deben convertirse realmente en
instrumento privilegiado para la educación en el espíritu misionero universal y
para una cada vez mayor comunión y colaboración entre las Iglesias para el
anuncio del Evangelio al mundo. Frente a la tentación de las comunidades de
encerrarse en sí mismas – es una tentación muy frecuente, la de encerrarse en
sí mismas – preocupadas por sus propios problemas, vuestra tarea es volver a
llamar a la ‘missio ad gentes’, testimoniar proféticamente que la vida de la Iglesia
y de las Iglesias es misión, y es misión universal. El ministerio episcopal y
todos los ministerios están ciertamente para el crecimiento de la comunidad
cristiana, pero están puestos también al servicio de la comunión entre las
Iglesias para la misión evangelizadora. En este contexto, os invito a prestar
una atención especial a las jóvenes Iglesias, que no pocas veces viven en un
clima de dificultad, de discriminación, también de persecución, para que se las
sostenga y se las ayude al testimoniar con la palabra y las obras el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, renuevo mi agradecimiento a
todos, os animo a seguir vuestra tarea para que las Iglesias locales asuman
cada vez más generosamente su parte de responsabilidad en la misión universal
de la Iglesia. Invocando a María estrella de la evangelización hago mías las
palabras de Pablo VI, palabras que tienen tanta actualidad como si fueran
escritas ayer. Decía el Pontífice: ‘Ojalá que el mundo actual —que busca a
veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no
a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos,
sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de
quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan
consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la
Iglesia en el mundo’ (Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 80). Gracias.
A vosotros, a vuestros colaboradores, a vuestras
familias, y a todos aquellos que tenéis en el corazón, a vuestra labor
misionera, a todos, la Bendición”