Ignacio del Rey, un joven sevillano que ha llevado a cabo
una experiencia misionera en Trujillo, Perú, comparte uno de esos días en que,
como él dice, “uno se reafirma en una fe que se endurece y se refuerza cuando
ve que no hay ataduras ni fronteras al amor”. Ignacio partió de Sevilla para
esta experiencia acompañado de Enrique Esquivia y Mercedes Murube. Han
colaborado con un grupo de misioneros seglares en un hogar de niños de la calle
en esta localidad de Perú.
“(…) Era temprano, y con todo preparado salimos hacia
Moche, un pequeño pueblo cerca de Trujillo, donde está nuestro querido Hogar.
Nos trasladamos a esta pequeña pedanía para visitar a Carmen, una madrileña con
más de siete décadas de vida que desde hace años acoge a niños discapacitados
bajo su techo. Sola, con sus dos manos y una fe de las que sí mueven montañas
de verdad, alegra cada día la vida a estos jóvenes que ven los años pasar sin
salir de su mentalidad niños.
Junto a ellos vivimos intensamente una misa en la que
participamos los nueve que estábamos y después pudimos comer con ellos y estar
mucho tiempo hablando y aprendiendo, sobretodo, de esta mujer que, a su edad, y
con graves problemas de audición y visión, toma la sonrisa por bandera (…).
A Edith le cuesta expresarse, pero Carmen pone voz y
gestos a sus entorpecidas palabras, a Sonia le cuesta entablar dos palabras
seguidas, Carmen le habla y sonríe irradiando felicidad. A Marisa le cuesta
caminar, mover sus brazos y mantenerse en pie, Carmen es, nunca mejor dicho,
sus pies y sus manos. Al salir, le decíamos adiós levantando nuestras manos
mientras ella volvía a perderse con sus niños en aquella casa escondida entre
carriles de arena, para seguir envejeciendo en la paz más verdadera, la del
servicio sin medida a los demás (…).
De vuelta cogimos un taxi, al parecer el único que había.
El padre Eduardo empezó a conversar con el taxista. Vivía en el barrio del
Hogar de nuestros niños y no pudo esconder su alegría al llevar en su ‘carro’ a
misioneros españoles. Poco a poco, comenzó a contar su historia, era un hombre criado
en la calle, que desde niño vivió en una cañería donde aguardaba protegiéndose
del viento y del frío.
Entonces, por primera vez, habló de Dios. Dijo que era su
salvador, que él se sentía un enviado por Dios y que no encontraba otro motivo
a su vida que el Señor. Había sido drogadicto durante años, tirado a la mala
vida... Hoy tiene una familia y un hogar, una vida sana y estable, vive feliz
porque dice que Dios le regaló todo lo que tiene. Conforme avanzaba la
conversación, nos dice que trabaja en un hogar de rehabilitación de toxicómanos
y nos invita a visitarlo en ese mismo instante, desconcertados, nos miramos y
sin saber cómo y conociendo al taxista de diez minutos aceptamos sin dudas a
visitar el centro.
Por el camino, nos cuenta que hay unos setenta internos
en el hogar, que sin criterios de raza, religión o ideología, ingresaron para
volver al ‘camino de Dios’. Me temblaban las piernas, me sudaban las manos, no
sabía lo que pensaba ni lo que sentía cuando paró en la puerta de un edificio
que dibujaba en su fachada ‘Comunidad terapéutica: Jesús y María’, bajo el
título, un dibujo de la Virgen con el Señor entre sus manos. En el interior,
vemos un patio grande como centro de una casa a medio construir donde algunos
de ellos están limpiando y otros están haciendo manualidades con palillos de
dientes. Nos hacen pasar a una sala/soportal con muchísimas sillas en círculo y
un atril. Una voz, un silbido y una hilera de hombres que, uno tras otro,
bajaban por unas escaleras hasta este lugar en el que les esperábamos, todos
nos estrechaban la mano y tomaban asiento.
Me parecían miles, algunos tenían la mirada perdida,
otros no dejaban de balancear su espalda, otros movían intensamente sus dedos
buscando quizás la sustancia que al fin les fue arrebatada de sus manos y en
ningún momento, en ninguno, sentimos miedo o inseguridad, en las manos de cada
uno de ellos una Biblia, por un momento pensé que no importaba la versión o la
religión a la que respondiera, con ella alababan a Dios y pensaba que eso era
suficiente. Eduardo tenía el rostro descompuesto, y lleva años palpando esta
realidad, imaginaros el mío siendo la primera vez que aterrizo en una
experiencia así.
Os puede parecer exagerado, o incluso absurdo, pero nada
parecía casualidad, el taxista dio la vuelta a la plaza y hasta que no nos
montamos en el suyo no paró, conversamos y acabamos donde os cuento, yo veo en
esto la mano de Dios, de ese Dios que nos une a todos como personas, como hijos
suyos y como hermanos entre nosotros, sin mirar nada más, absolutamente nada
más.
El padre Eduardo les habló, les pidió perdón de rodillas
por algo real, todos somos culpables de una sociedad que lleva a tantas y
tantas personas a acabar como estos setenta hombres, que tras sus caras
esconden una historia, unos sentimientos, una familia, una vida. Me sentía
vacío por dentro, lleno a la vez, angustiado, desconcertado, feliz,
desorientado...tantas emociones juntas...De mis ojos salían las lágrimas que
minutos antes corrían por mis manos en forma de un sudor nervioso y confuso. En
todos ellos una palabra, Esperanza. Esperanza en la ayuda de un Dios que
sienten entre ellos, Esperanza en un futuro que pensaron imposible, Esperanza
en una vida que vieron emborronada o que ni siquiera vieron.
Uno de ellos, comentó que quería seguir siendo adicto,
pero esta vez quería ser adicto al amor de Dios, una adicción que engancha
igual o más que la droga y que te enseña a obrar para con los demás, por el
bien de un mundo que necesita de todos para estar lleno de aquello que Cristo
nos enseñó cuando bajó a la tierra enviado por su Padre.
Dios nos llevo a encontrarnos con su rostro en la
inquietud sonriente de los discapacitados de Carmen, en la mirada perdida pero
esperanzadora de los toxicómanos, y en la sonrisa gigantesca de los diablillos
que nos esperaban en casa. Un abrazo enormísimo desde aquí, desde donde
seguimos unidos”.