
Desde que en 1555 llegara a Camboya el primer misionero,
el portugués Gaspar da Cruz, no han dejado de sucederse las dificultades y
reveses, el último de ellos tan brutal para la Iglesia como lo fue para todo el
país: el asesinato de casi dos millones de camboyanos.
La sociedad camboyana, y con ella la Iglesia católica, se
recupera lentamente de esta especie de plaga de Dios. La Iglesia siempre fue
minoritaria. Una Iglesia de emigrantes, gentes de Asia que sufrían persecución
por su fe. Como la llegada en el siglo XVII de católicos japoneses, que huían
de la muerte a la que estaba abocado todo cristiano en su país, e indonesios,
que se establecieron en la capital, Phnom Penh. De manera intermitente,
misioneros jesuitas, dominicos, franciscanos y sacerdotes indios venidos desde
Goa iban llegando a Camboya, pero todo lo destruían las invasiones de los
países vecinos.
En la persecución que se desató en 1975, murieron todos
los sacerdotes, religiosos y religiosas camboyanos y un gran número de fieles.
Se destruyeron prácticamente todas las iglesias. Una noche oscura de dolor que
duró hasta que las comunidades católicas recibieron el permiso para profesar su
fe libremente el 4 de abril de 1990.
A partir de esa fecha acudieron los misioneros, como el
Prefecto Apostólico de Battambang, el español Mons. Enrique Figaredo, y la
Iglesia se ha volcado en sanar heridas, tanto físicas – las minas están por
todo el país y solo en 2012 mataron a 142 personas – como morales, por lo que
la Iglesia ha estado en estos años cerca de los que sufren sin importar su
credo.