El seminarista sevillano Manuel Jiménez Carreira ha
llevado a cabo este verano una experiencia misionera en Moyobamba, Perú, junto
a otros cuatro misioneros de Sevilla. Han sido cinco semanas en las que, según explica,
vivieron una gran aventura.
“Llegamos en primer lugar a Moyobamba, capital de dicha
región, donde está la sede episcopal de la Prelatura del mismo nombre. Nos
recibieron muy calurosamente el obispo prelado y todos los sacerdotes que
trabajan allí, muchos de ellos procedentes de Toledo. Pero nuestra residencia
habitual se ubicaría en Jepelacio, un pueblo situado a unos 15 kilómetros de
Moyobamba.
Nuestra labor a lo largo de estas cinco semanas ha sido
la de acompañar a D. Diego Román en su tarea misionera en su parroquia, a la
que pertenecen más de 50 aldeas. Fundamentalmente, trabajamos en Jepelacio y en
Shucshuyacu, las dos poblaciones mayores, celebrando allí los sacramentos,
dando catequesis y charlas, hablándoles a los niños y jóvenes en la escuela y
en el colegio, organizando juegos –hubo incluso un campeonato de fútbol y de
voleibol−, visitando familias o haciendo un programa de radio en la emisora
local.
Momentos muy especiales fueron las salidas a las
comunidades más alejadas, a las que llegábamos caminando o en mulas por
paisajes de selva espectaculares. D. Diego solamente puede visitar algunas de
ellas una o dos veces al año, por lo que es muy importante la figura del
animador, que organiza la litúrgia y la catequesis en ausencia del sacerdote.
Las celebraciones en estas comunidades eran siempre auténticas fiestas; en las
Eucaristías solía haber también bautizos, primeras comuniones, e incluso
confirmaciones y matrimonios. Por ejemplo, en una aldea llamada San Andrés
celebramos el 11 de julio seis sacramentos. Una pareja, que llevaba conviviendo
65 años y que acudía a la boda de uno de sus 14 hijos, decidió casarse también
ese día. Y ambos contrayentes, además, se confesaron, se confirmaron y
recibieron la Primera Comunión y la Unción de Enfermos.
Recordamos con especial emoción el retiro de jóvenes que
hubo en Shucshuyacu del 18 al 20 de julio. Acudieron más de 100 chicos y chicas
de distintas aldeas para tener unos días de oración, convivencia, formación y
juegos. Nos llamaron la atención sus ganas de conocer más a Dios y su fe tan
alegre. También participamos en el encuentro de animadores que tuvo lugar en la
Prelatura del 20 al 25 de julio. Fueron unos días de formación para ellos, en
los que se tuvo presente el problema de las sectas, que tanto daño hace a la
Iglesia Católica de Perú.
En la última semana vivimos una de las experiencias más
impactantes del viaje. Visitamos durante cuatro días las aldeas de Vía
Salvador, Flor de Selva, Monterrico y La Unión, alojándonos en las casas de sus
animadores, celebrando los sacramentos y convocando catequesis. Fueron etapas
de largas caminatas, pero el Señor compensaba el esfuerzo al encontrar a
comunidades tan vivas y tan necesitadas de la Palabra de Dios.
Nuestra despedida de Jepelacio tuvo lugar el sábado 2 de
agosto, con una procesión con una cruz misionera de madera que encargamos a un carpintero
local y la imagen de la Virgen. Participaron muchísimas personas del pueblo
–entre ellos más de cien niños− que nos mostraron efusivamente su cariño. En
las Eucaristías del domingo 3 les expresamos a las comunidades de Jepelacio y
de Shucshuyacu nuestra gratitud por su acogida tan calurosa, por su generosidad
y por todo lo que hemos aprendido de ellos −¡que es muchísimo más de lo que les
hayamos llevado nosotros!−. El lunes 4 tomamos nuestro avión de regreso en
Tarapoto y, después de un día de turismo en Lima, pisamos suelo español el 7 de
agosto a las 4.30 de la madrugada.
Los cinco misioneros, Javier, Pablo, Antonio, Eduardo y
Manuel, hemos regresado a nuestros hogares sabiendo que el Señor ha tocado
profundamente nuestros corazones en nuestra estancia en Perú. Allí era muy
fácil encontrarse con Él: en la naturaleza, en la fe sencilla de unas personas
que siempre hablan de Dios, en su Evangelio que se hace especialmente real.
Allí se vive la grandeza y la catolicidad de nuestra Iglesia, a la que tenemos
la inmensa fortuna de pertenecer. Y allí se descubre la necesidad real del
anuncio de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, de las
vocaciones a la vida sacerdotal y misionera. Recomendamos fuertemente esta
experiencia a todo aquel que se sienta llamado a realizarla, al menos una vez
en la vida, porque cambia la vida para siempre