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14 de octubre de 2014

“13 años con los indígenas han supuesto para mí un proceso de conversión”, dice el nuevo obispo de Puerto Maldonado


David Martínez de Aguirre, el misionero dominico que acaba de ser nombrado obispo del Vicariato Apostólico de Puerto Maldonado, Perú, compartió sus inquietudes misioneras con la delegación de misiones de Vitoria. Y es que su vocación misionera tiene origen en los grupos parroquiales de la Parroquia de Ntra. Sra. de los Ángeles de Vitoria, atendida desde sus inicios por los dominicos. Estas inquietudes se reflejan en estas breves líneas, que él mismo escribe:
“Qué cerca se le siente a Dios en las Misiones, solía decir la misionera dominica Ascensión Nicol, beata fundadora de las Misioneras del Rosario. Y ésta es la experiencia que colma la vida de muchísimos misioneros y misioneras por todo el planeta. Y esta cercanía y profunda experiencia de Dios que se vive en las misiones, produce en el misionero una alegría también profunda que nos hace seguir de pie, acostarnos cansados reposando en la ternura de Dios y levantarnos animosos para disfrutar del nuevo día
Llegué a Kirigueti (puesto misional en la orilla derecha del río Urubamba) hace casi 13 años con una ilusión desbordante. Quería comerme el mundo, o al menos, este pedacito de selva. Cualquier conversación, la experiencia más simple me parecía fantástica y quería guardarla en el recuerdo para siempre. El simple hecho de estar aquí, en Kirigueti, en medio de estos pueblos amazónicos, tenía para mí un valor tremendo. Era la encarnación de esa idea que me había rondado desde niño: entregar mi vida a los demás.
He de decir que en estos años, la idea primigenia no se ha borrado, sino que se ha ido fortaleciendo con sus matices. Ahora hay rostros concretos e instantes muy precisos donde o bien se materializó la ilusión, o bien perdí la oportunidad de haberlo hecho.
Creo que estos casi 13 años de vida con los pueblos indígenas han supuesto para mí un proceso de conversión. Han tenido que morir ciertas cosas dentro de mí para dar espacio a otras nuevas. Aceptar la muerte, no es fácil, no sólo la muerte física, la que nos alejará un día de este mundo y nos pondrá en manos del Padre, sino las pequeñas muertes de cada día. Cada proceso de cambio en nuestra vida es una experiencia de muerte-resurrección, o por lo menos, pienso, sería una enriquecedora forma de verlo. Morimos a determinados modos de vida, de  pensamiento, de amor, de entrega, para renacer a algo nuevo. Esa es la vida de los seguidores de Jesús, así hemos sido sellados desde el bautismo, morimos a una condición para renacer a una nueva vida en Cristo.
Este proceso de conversión evangélica, morir-renacer, está muy vinculado a la alegría: ‘alégrate, llena de gracia’, ‘estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres’. El cardenal Carlo María Martini escribía: cuando la persona ‘está llena de la alegría evangélica, se siente inmediatamente movida hacia quien no la tiene. Este es el secreto del espíritu misionero’.
La alegría misionera, la que renace en la Misión día a día está fundamentada en esa profunda experiencia de Dios que se vive en la selva, junto con estos pueblos. Sólo desde ahí se puede hacer una lectura esperanzadora de las situaciones difíciles que nos regala el día a día, y sólo desde ahí se puede descubrir y dejarse empapar del renacimiento de la alegría.
Todos los años nos encontramos con serias dificultades para encontrar profesores adecuados y con vocación docente. Las condiciones no son las mejores, ciertamente. En varias comunidades, si el profesor no es buen cazador y pescador, tendrá serias dificultades para llenar la barriga con algo más que yuca. Por otro lado deberá acomodarse al hábitat de la selva. Hay varios matsiguengas con estudios pedagógicos, pero el número sigue siendo altamente insuficiente. Esta u otras muchas causas, hacen que nuestro sistema escolar sea más que deficitario. No en vano, el Perú está a la cola en cuanto a resultados de aprendizaje de sus alumnos.
Pero nuestra alegría renace por la esperanza que son los jóvenes de las comunidades, muchos de ellos estudiantes en nuestras residencias. De ellos van saliendo varios a estudiar a Nopoki, la facultad de educación bilingüe e intercultural que el obispo franciscano Gerardo, ha impulsado al sur de nuestras misiones. Estos días a mi retorno a la Misión me he encontrado no sólo con los 50 jóvenes chicos y chicas de secundaria, sino también a 7 jóvenes de nuestras comunidades, futuros maestros titulados, quienes se encuentran haciendo prácticas. Ciertamente, como buenos matsiguengas y ashianinkas no son muy expresivos en sus sentimientos, pero entre todos, colman sobradamente mi corazón y lo llenan de alegría.
Uno de los episodios más tristes que he vivido últimamente en la Misión fue la muerte de Marcela. Me afectó mucho, porque era muy joven y murió con una enfermedad todavía impronunciable en las comunidades nativas. De tal manera es así, que las familias de los jóvenes que mueren víctimas de este mal siempre dirán que murieron por brujería. El asunto es que la impronunciable enfermedad ocasionó que no le concedieran cupo inmediato para ser evacuada a tiempo, y para cuando quisieron hacerlo ya fue demasiado tarde. Su hija, recién nacida, quedó solita, y gracias a Dios, todavía no da pruebas de haber sido contagiada. Veo que la vida renace en ella. La abuela Mónica no ha estudiado, pero sabe de marketing y conoce el valor de las imágenes. Quizás por eso, siempre que viene a verme y a suplicar alguna ayudita a la Misión, nunca se olvida de traer a su nietita en brazos y a su tropel  de hijitos harapientos. Y es que sabe que una imagen vale más que mil palabras. Ver a la hijita de Marcela corretear y revolver las cosas del despacho de la Misión me llena de nostalgia, pero me saca también una sonrisa. Donde la vida nos regala tristezas, Dios siempre sabe hacer que renazca la alegría.
El territorio del Vicariato Apostólico de Puerto Maldonado es amplio. Son más de 150.000 km2. La población indígena siempre fue desde los comienzos la prioridad de las misiones, a ellos fuimos enviados, pero la fuerte migración hacia la selva sobre todo de la población altoandina, hace que sean ampliamente minoritarios. No obstante, los misioneros dominicos seguimos manteniendo como prioridad la atención a estos pueblos. La tristeza es que cada vez somos menos misioneros y buena parte de ellos de avanzada edad y con los achaques fruto de una entrega ilimitada. Cada vez es más difícil encontrar misioneros para atender los puestos de misión en poblaciones indígenas. Hace pocos días estaba con un grupo de jóvenes matsigengas de la residencia y les contaba que el papa Francisco me había nombrado obispo del Vicariato:
-¿Y ahora padre? ¿Quién va a venir aquí?
-Tú, Tomás… Si yo tengo que trabajar por las misiones desde Puerto Maldonado, ¿quién me va ayudar allí y aquí? Tú tienes que ser el nuevo misionero que me ayude.
Se quedó pensativo y sonriente mirándome. Yo proseguí:
-¿Eres amigo de Jesús, sí o no? ¿Y por qué no te vienes con él y le regalas tu vida? Él te lo va a dar todo, como me lo ha dado a mí. Cuando termines tu  secundaria aquí en Kirigueti, ¿por qué no vienes a Maldonado a estudiar y prepararte para ser sacerdote misionero?
Se decidió y contestó:
-Ya padre.
Inmediatamente, como un resorte el joven ashianinka Demetrio añadió:
-¡Yo también padre!
Me pregunto si será cierto o no. Les quedan muchos años, y muchas experiencias en la vida para tomar una decisión así. Pero haré seguimiento a su ilusión, y también la mía. Es esperanzador su entusiasmo. Lo mismo que lo es el de los voluntarios laicos que llegan a la Misión. A Kirigueti llegó Gloria y pronto lo hará José. Los dos están vinculados a ‘Selvas Amazónicas’. Nos podrán ayudar con las residencias de estudiantes, tendrán una visión más profesional. Se relacionan con los nativos en un clima agradable, llenan de alegría la Misión y se convierten en formidables amigos y paño de lágrimas del misionero. Son el consuelo que Dios nos envía en los momentos de soledad y cuando sentimos el peso de este precioso regalo que Dios nos ha encargado y que son las misiones. Es duro ver que muere un estilo de misión, pero esa experiencia no nos puede cegar para descubrir el renacer de algo nuevo, y recibirlo con alegría”