EL HORIZONTE DE LA MISIÓN.
La misión no es algo que hay que añadir a la comunidad eclesial, no es una acción más a realizar, sino toda su razón de ser, su misma naturaleza (AG 2). Sabemos desde los comienzos, que la Iglesia existe para evangelizar, es decir, para llevar la Buena Noticia a todos los confines de la tierra y a todos ambientes de la humanidad.
Al mismo tiempo, entiendo que para eso hay que creer en una Iglesia insertada en la realidad. Una Iglesia que reza por los que pasan hambre, pero también, que sabe abrir los ojos a los que padecen esta injusticia y que además, camina junto a ellos. Creer en una Iglesia que no se encierra solo en celebraciones, retiros o adoraciones. Creer en una Iglesia que observa la realidad y que encuentra en la fe la fuerza necesaria para actuar. Creer en una iglesia que experimenta la alegría del Evangelio en una fe madura, consciente, que respira compasión (en el hermoso sentido del “sufrir juntos”).
La misión es el testimonio del Evangelio, es la disposición de hacer un alto en el camino, tocar las heridas, sí tocarlas, “llevártelas a casa” y curarlas con amor y justicia. Ahí es donde el misionero de aquí o de allí se encarna en la misión, es ahí donde la vida del misionero no se dona, se gana, porque descubre que lo más valioso de sí, lo ha recibido gratis. Las mejores cosas de la vida, esas que no tienen precio, se dan y se reciben gratuitamente y, en el fondo, sabemos que al dar y al darnos, siempre ganamos.