El Papa Francisco, en la audiencia general del miércoles
22 de mayo, decía a los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro que cada uno
debe ser evangelizador y, citando las enseñanzas misioneras de la exhortación
apostólica de Pablo VI, en la Evangelii Nuntiandi, recordaba cuál es la
vocación misma de la Iglesia, evangelizar.
“En el Credo, tras la profesión de fe en el Espíritu
Santo, decimos: «Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica».
Hay un lazo profundo entre estas dos realidades de fe: el Espíritu Santo es
quien da vida a la Iglesia y guía sus pasos. Sin la presencia y acción
incesante del Espíritu Santo, la Iglesia no podría cumplir su misión de ir y
hacer discípulos de todas las naciones. Esta misión no es sólo de algunos, sino
la mía, la tuya, la nuestra”.
Insistía el Papa: “¡Cada uno de nosotros debe ser
evangelizador, sobre todo con la vida! Pablo VI subrayaba que «evangelizar… es
la gracia y la vocación misma de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella
existe para evangelizar». ¿Quién es el verdadero motor de la evangelización en
nuestra vida y en la Iglesia? Pablo VI lo escribía con claridad: «El es quien,
hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que
se deja poseer y conducir por El, y pone en los labios las palabras que por sí
solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para
hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado». Para
evangelizar, es necesario abrirse al horizonte del Espíritu de Dios, sin temor
de lo que nos pida y a dónde nos guíe. ¡Confiemos en Él! Él nos hará capaces de
vivir y dar testimonio de nuestra fe, e iluminará el corazón de aquellos con
quienes nos encontremos. Esta ha sido la experiencia de Pentecostés”.
El Papa Francisco señalaba que el primer efecto que
experimentaron los apóstoles reunidos con María en el Cenáculo fue la unidad,
la comunión: “En Babel, según el relato bíblico, había comenzado la dispersión
de los pueblos y la confusión de las lenguas, fruto del gesto de soberbia y de
orgullo del hombre que quería construir con solo sus propias fuerzas, sin Dios
«una ciudad y una torre cuya cima tocara el cielo». En Pentecostés se superan
estas divisiones. No hay ya orgullo contra Dios, ni cerrazón de unos hacia
otros, sino apertura a Dios, salir para anunciar su Palabra: una lengua nueva,
la del amor que el Espíritu Santo vierte en los corazones; una lengua que todos
pueden comprender y que, acogida, puede expresarse en cada existencia y encada
cultura. La lengua del Espíritu, la lengua del Evangelio es la lengua de la
comunión, que invita a superar cerrazones e indiferencias, divisiones y
contraposiciones. Debemos preguntarnos todos: ¿cómo me dejo guiar por el
Espíritu Santo de manera que mi vida y mi testimonio de fe sea de unidad y de
comunión?”.
El segundo elemento, señalado por el Santo Padre, es “la
valentía de anunciar la novedad del Evangelio de Jesús a todos, con franqueza
(parresia), en voz alta, en todo momento y en todo lugar”. Pero “una Iglesia
que evangeliza debe partir de la oración, del pedir, como los Apóstoles en el
Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con Dios
permite salir de las propias cerrazones y anunciar con parresía el Evangelio.
Sin la oración nuestro actuar se vuelve vacío y nuestro anunciar no tiene alma,
y no está animado por el Espíritu”