Desde que empezara la guerra y destrucción en la
República Centroafricana, más de 2.000 personas se hospedan en el convento de
los carmelitas descalzos en Bangui, la capital. El superior del convento, el
misionero italiano Federico Trinchero comparte con sus hermanos de la orden
carmelita cómo estas personas, la mayoría mujeres y niños sin nada, les están
ayudando a vivir el Evangelio. He aquí algunas de las cosas que cuenta:
“Durante este tiempo ha nacido una escuela de emergencia,
gracias a la iniciativa de los profesores católicos presentes entre los
refugiados. El órgano encargado de construir la escuela quería hacerla en el
campo de fútbol. Al final, la escuela se ha construido en el jardín de las
monjas, a pocos metros de nuestra puerta. En la jornada inaugural, sentado en
la presidencia, me brindaron los honores dignos de un director de colegio de
una popularísima escuela con clases. Aun, desgraciadamente, no hay ni pupitres
ni sillas, y son casi 200 alumnos. Me presentaron como Bwa Federico, baba ti
adéplacés kwe ti Carmel, es decir, el padre Federico, padre de todos los
refugiados del Carmelo”.
“Tenemos con nosotros a Geoffroy, un niño de 12 años, de
Bossangoa, un pueblo situado a 400 kilómetros al norte de Bangui, que no tiene
hermanos, sus padres han muerto como consecuencia de una granada y su casa fue
quemada. Los soldados lo trajeron a Bangui con un taxi-moto y lo dejaron en la
puerta de nuestro convento sin mucha explicación. Después de lavarlo, vestirlo,
alimentarlo… estamos intentando encontrar una solución para su futuro. Mientras
tanto, sin mucha dificultad, Geoffroy se va adaptando a las costumbres y
tradiciones del convento, tal vez un poco perdido por la acogida de 12 jóvenes
frailes, pero feliz de dormir en un lugar seguro. Todo esto parece como la
versión africana de «Marcelino, pan y vino»”.
“Cada mañana al final de la celebración eucarística en
nuestra Catedral de palmas y cielo, llevamos la reserva del Santísimo desde el
tabernáculo hasta el interior del convento. El Santísimo, sin molestarse,
atraviesa nuestro campamento de refugiados en un caleidoscopio de colores,
olores, humos y perfumes, barro y polvo. Y, mientras hago esta procesión
surrealista, en mi corazón doy gracias a Dios y a estas personas, que quizás no
saben que están obligándonos a mí y a mis hermanos a vivir un poco más de cerca
el Evangelio”.