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4 de julio de 2014

El misionero Federico Sopeña con la tribu de los kátkaris en la India


El misionero jesuita Federico Sopeña Gusi comparte desde la India su trayectoria misionera y cómo llegó hasta la tribu primitiva de los Kátkaris donde hoy vive y lleva a cabo su labor misionera entre los más humildes, o como él dice, con “sus hermanos”.
“Llegué a la India el 2 de diciembre de 1949, más verde que un pepino, lleno de sueños, lleno de tonterías, con un complejo de superioridad más grande que el Taj Mahal. Tenía 23 años. Un chico. Creía que yo era mis sueños… creía que el futuro estaba en mis manos… y en las de Dios, porque así lo había aprendido, pero no lo pensaba.
Sumariamente: llegué, terminé mis estudios de filosofía, estudié historia de la India, el Movimiento de Independencia, los grandes Héroes de la Nación. Aprendí arte y monumentos históricos del país. Estudié Hindi la lengua oficial de La Unión India. Y comencé mi descenso a lo real. No iba a convertir, sino a ‘convertirme’, a ‘hacerme pequeño’, ‘a nacer de nuevo’, para trabajar humildemente junto a mis nuevos hermanos y hermanas, para lo que intuimos desde lejos, lo que debe de ser el Reino de los Cielos.
Fui ordenado de sacerdote a los 30 años, el 27 abril 1957 y aquel día hablé por teléfono con mis padres. Oí su voz por primera vez en 7 años. Se emocionaron y yo también. Estaba yo en Kurseong, cerca de Darjeeling. En los Himalayas. No podía estar más lejos.
Siguieron décadas de formación de jóvenes jesuitas, años de parroquia en el suburbio de Andheri, entre barrios marginales, en la nueva misión de Raigad District entre los Adivasis. He recorrido la India en todas direcciones: Sur, centro, noroeste, noreste y claro, Maharashtra, Mumbai desde donde os escribo ahora.
He visitado lugares impresionantes: Gaomukh, el glaciar en los Himalayas junto al Tíbet donde nace el Ganges. Rishikesh donde el Ganges se precipita hacia las llanuras de Uttar Pradesh, Benares (Varanasi), el lugar más sagrado para los hindúes, purifiqué cuerpo y alma en aquellas santas aguas, Sangam, entre miles de peregrinos, donde confluyen los ríos Ganges y Yamuna. Dicen que morir en estos lugares le lleva a uno directamente a la incorporación con Pramatman, Dios. Se cierra entonces el ciclo de sus reencarnaciones. El alma ha alcanzado el fin. Ha cruzado la frontera, ha llegado a la otra orilla… A mí me han dicho varias veces que esté tranquilo, que no me reencarnaré. Muchas gracias. Dejando la historia personal, vamos al trabajo de hoy. Presentación de los Adivasis.
‘Adivasi’ es una versión literal de ‘ab origen’. Mucho antes de las migraciones al país, los Arios y Dravides, la India estaba ya esporádicamente habitada por ‘los de siempre’, los Adivasis. Hoy los llamamos ‘Tribales’. En total las 400 tribus Adivasis suman más de ochenta y dos millones de personas.
Tuve la suerte y sé que es providencial, de ser enviado a trabajar con los Kátkaris, tribu clasificada como ‘primitiva’. Son cazadores, recolectores. Son la mano de obra de ricos campesinos, de usureros dueños de la fabricación de ladrillo, peones en carreteras y fábricas. Sus aldeas se encuentran cerca de poblados hindúes o musulmanes.
Mi primer encuentro con los Kátkaris, a los pocos días de mi llegada a la India, en 1949, fue desagradable. Ocurrió en los montes de Khandala. Un grupo de ellos destilaba ‘dharu’ (bebida tóxica). Sentí repugnancia. Pensé como otros, los Kátkaris son en verdad, ignorantes, ladrones, perezosos y sucios y además beben como camellos.
A los pocos días visité una de sus aldeas. Vi una mujer, linda, aseada, dando el baño a su pequeñín, también vi un hombre red de pescar en mano, arco y flechas, camino del bosque. Vi un maestro enseñando en la pequeña escuela de la aldea… Corregí mi juicio tan injusto. Los Kátkaris son trabajadores, instruidos, aman entrañablemente la familia, y las mujeres andan derechas, con dignidad, pausadamente, como reinas. Los ingleses calificaron oficialmente la tribu de los Kátkaris como ‘tribu criminal’, nada más injusto.
Después de muchos años y de muchos caminos rumbo a sus aldeas, después de comer y pernoctar en sus casas, me he preguntado, casi con angustia, ‘y yo, ¿por qué no nací Katkari?’. Más adelante contaré otras experiencias. Los Kátkaris lo merecen. Su sabiduría, hospitalidad, espíritu de trabajo, creatividad me interpelan”.